sábado, 17 de diciembre de 2011

ATRAPADA

Capítulo uno


Raisa, mi compañera de cuarto, aún seguía durmiendo cuando me levanté a hurtadillas. El reloj de la mesilla marcaba la una de la madrugada, lo que significaba que hacía al menos dos horas que llevaba roncando a pierna suelta.
Desde mi precipitada huida de la academia, había tratado de relacionarme con la gente lo menos posible, yendo de un lado a otro, sin establecerme en ningún lugar, pero pronto tuve que desechar la idea, al darme cuenta que, de ese modo, estaba llamando mucho más la atención.
No me fue difícil encontrar el sitio más apropiado en el que me pudiera quedar, uno que sería el último en el que me buscarían, uno en el que no esperarían encontrar a alguien como yo: la escuela de medicina sería mi refugio todo el tiempo que pudiera. Como ya era bien entrado el semestre, tuve que hacer una pequeña prueba de admisión, pero si había podido lidiar con todo el dolor del mundo durante los durísimos entrenamientos de la academia, un simple examen no me iba a detener. De este modo, pude ingresar con éxito y olvidarme de mi vida anterior.
Las clases se desarrollaban con normalidad y la vida en el campus era mucho mejor de lo que me hubiera imaginado que sería. No había ningún problema visible. Había conseguido mi bien amada libertad y había logrado olvidarme de las crueles torturas a las que éramos sometidos a diario. Eso era lo mejor de todo, no tener que despertarme cada día con el cuerpo dolorido y lleno de magulladuras.
Suspiré recordando aquellos funestos días y me centré en el problema que tenía entre manos. Durante dos años, había intentado alargar lo más posible las existencias del reconstituyente, pero todo lo bueno tenía que acabarse. La noche anterior había consumido la última de las ampollas y ahora me debatía entre el yo que era y el yo que quería ser. No había modo alguno que yo regresara a la academia por voluntad propia y tampoco tenía los medios suficientes para localizar al proveedor, por lo que solo me quedaba una opción.
Sentí el movimiento de Raisa cuando se desperezó, aturdida por la débil luz procedente de la lamparilla que había encendido. Ella había sido mi única amiga de verdad en los últimos años, desde que estuvo conmigo cuando me llevaron a la enfermería, tras haberme dado un colapso en una práctica de autopsias. Desde ese día, éramos inseparables y, a pesar de que ella llevaba allí un año más que yo, nos ayudábamos en todo. Teníamos la misma edad y, por lo que yo sabía, ella también había huido de casa. No sabía las razones exactas, porque cuando trataba de tocar el tema, me evadía, aunque me alegraba saber que no estaba sola, que no era la única que lo había pasado mal.
-¿Freya?- Preguntó adormilada.
-Tranquila, vuelve a dormir.- Le dije, y apagué la luz.
-¿Dónde vas?- Insistió, y en la oscuridad pude ver un enorme bostezo.
-No te preocupes.- Susurré.- Estaré de vuelta antes de que te despiertes.
-Sí, pero, ¿dónde vas?- Volvió a insistir.
-Tengo un poco de hambre.- Respondí, y no era ninguna mentira, ciertamente, aunque ella no supiera el tipo de hambre que tenía.
-Ah, vale.- Accedió por fin.- Ten cuidado por dónde vas, no vaya a ser que tropieces.
-Sin problema.- Reí.- Veo bien en la oscuridad.
La sonrisa que había mantenido, desapareció tal como había venido. Por mucho que quisiera olvidarme de ello, había cosas que formaban parte de lo que yo era, como mi visión mejorada. Arropé a Raisa con las sábanas y salí del dormitorio. Me habían entrado unas ganas locas de llorar. Esperaba que el gélido viento de la madrugada me ayudase a calmar mis nervios. No podía continuar así. Tenía que conseguir algo de comer cuanto antes, antes de enloquecer y hacer algo de lo que, más tarde, me arrepentiría.
Doblé la esquina de la calle con calma, sin preocuparme lo más mínimo de que alguien me estuviera siguiendo. No tenía cabeza para pensar en eso, no cuando mi lado salvaje estaba empezando a tomar el control de mi cuerpo. La calle estaba desierta, por suerte, de modo que seguí mi camino, sin detenerme, hasta que llegué a un asolado parque infantil. El peculiar aroma de decenas de niños jugando, me golpeó tan duro o más, que si hubiera recibido un millón de bofetadas. Otro de los inconvenientes de mi vida: tener un olfato tan sumamente aguzado, que podía reconocer a cualquiera varios quilómetros a la redonda.
Cada persona tenía su propio aroma característico, por eso es que resultaba tan fácil seguirle la pista a alguien a quien ya hubieras conocido antes. Además, estaban ellos: los rastreadores, quienes tenían los sentidos mucho más desarrollados que los nuestros. Los había visto trabajar alguna vez: utilizaban alguna prenda con el olor de aquel a quien daban caza y no se detenían hasta dar con él. Era algo así como una especie de contrato en el que no podían convenir otro trabajo, sin antes haber completado el que tenían entre manos. Podían tardar horas, días, semanas, meses, e incluso años, pero vivían para eso, para capturar a los extraviados… como yo.
Me di de bofetadas ante la revelación. ¿Cómo es que había sido tan inconsciente como para pasar eso por alto? No. Me estaba volviendo paranoica. Hacía dos años que me había marchado y, en todo ese tiempo, ¿no habían conseguido dar conmigo? Tenía que ser una broma. La directora no se permitiría el lujo de dejarme libre. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no habían venido todavía a por mí? Tenía que haber una explicación lógica pero, por alguna razón que escapaba a mi control, no lograba dar con ella. Decidí que lo mejor que podía hacer sería regresar a mi dormitorio y, hasta dar con la solución al problema, procuraría salir a la calle lo menos posible.
Ya pasaban de las tres cuando asomé la cabeza por la ventana del segundo piso de la residencia. Todo se encontraba en el más absoluto silencio, como si yo fuera la única habitante del lugar, como si aquellos dos años que había pasado en libertad, no fueran más que un producto de mi alocada imaginación, una ilusión, un sueño del que despertaría para amanecer de nuevo en el infierno. Suspiré. Estaba divagando a un ritmo escandalosamente peligroso. Debía parar, centrarme en el presente, olvidarme de una buena vez de todo lo que fue mi vida, una vida a la cual no regresaría voluntariamente.
Subí el tramo de escaleras acelerada y me interné por fin en el dormitorio. Parpadeé varias veces antes de sentarme sobre mi cama. Desde hacía un buen rato, desde que había entrado, mis ojos se habían quedado fijos en la cama en la que descansaba Raisa. Algo no lograba encajarme del todo. La cama estaba abultada, sí, como si realmente estuviera durmiendo allí, pero era incapaz de escuchar su respiración y los movimientos que se supone que se hacen mientras duermes… bueno, digamos que mis ojos no percibían nada de eso. Me acerqué a la cama y retiré con suavidad las sábanas. No había ni rastro de Raisa, solo almohadas en su lugar.
Por un momento me pregunté si realmente estaba soñando. Hacía tan solo dos horas que había estado hablando con ella en esa misma habitación y, ahora, había desaparecido como por arte de magia. ¿Dónde podría haber ido a esas horas? Puede que en un momento dado, estando yo ausente, se hubiera visto obligada a levantarse para cubrir alguna necesidad básica pero, entonces, ¿por qué encubrirlo? ¿Por qué preparar la escena tan minuciosamente para ocultarme su ausencia? Por mucho que le daba vueltas, no lograba dar con la respuesta.
En eso andaba, cuando la puerta se abrió con sigilo, dejando entrever la figura de Raisa. No estaba ataviada con el pijama, no, por lo que acababa de echar por tierra mi versión de los hechos. En su lugar, llevaba puesto un pantalón vaquero, una sudadera y zapatillas de deporte, todo ello cubierto de una gruesa capa de tierra, como si hubiera estado retozando sobre el suelo. Abrió los ojos de par en par, sorprendida tal vez de verme aún despierta, pero no tardó en brindarme una etérea sonrisa, antes de dejarse caer toscamente sobre su cama. La imité.
Ninguna de las dos habló por largo rato hasta que, finalmente, Raisa rompió el silencio.
-¿No tienes sueño?- Me preguntó como si tal cosa.
-No.- Respondí tajante, tratando de recordar la última vez que pude dormir bien de noche.
-¿Por qué estás tan enfadada?- Inquirió. Había muy pocas personas que me conocían tan bien como ella, al menos en lo referente a mi carácter.- ¿He hecho algo malo?- Insistió.
-Creí que estarías aquí cuando regresara.- La acusé incorporándome sobre la cama.- Luego vengo y me encuentro con eso.- Señalé las almohadas que, ahora, estaban tiradas por el suelo.- ¿Es que acaso creías que no me iba a dar cuenta?
-Lo siento.- Se disculpó de inmediato, pero su tono de voz era austero y sin vida.- No quería preocuparte.- Al menos eso sí había sonado sincero.- No podía dormir y… he estado dando una vuelta por el campus, nada importante.
-¿Nada importante?- Chillé escandalizada.- ¿Y qué me dices de tu aspecto? Tienes la ropa hecha unos zorros.
-Ya te he dicho que no ha sido nada.
Raisa alargó el brazo en mi dirección. Mis ojos se fijaron instantáneamente en la piedra lazulita que pendía de la cadena.
-¿Se te ha roto la pulsera?- Comenté advirtiendo, gracias a mi agudizada vista, una pequeña línea de corte que atravesaba la gema. Los latidos del corazón de Raisa se aceleraron. Me iba a mentir.- No importa.- Accedí. Prefería no saberlo a que me mintiera. Raisa se relajó.
-Freya…
-Dime.- Suspiré.
-Seremos siempre las mejores amigas, ¿verdad?
Me levanté de la cama en una exhalación y me acerqué a la suya. Raisa se apartó, ofreciéndome un lugar en el que pudiera tomar asiento, pero estaba demasiado confusa y furiosa, como para pensar en querer sentarme a su lado.
-¿Qué estás diciendo?- Chillé.- ¿Es que te has vuelto loca?
-No, Freya, lo digo en serio.- Sí, lo preguntaba de verdad.
-¡Pero no puedes decirme eso tan de repente!- Me envaré. Estaba montando un escándalo, pero, la verdad, me daba igual si despertaba, o no, al personal.- Mira, estás demasiado cansada, así que mejor acuéstate y hablamos por la mañana.
-No, Freya,- Negó Raisa con insistencia.- necesito que me respondas ahora, de otro modo no me quedaré tranquila.
-Sí, siempre seremos las mejores amigas.- Accedí entrecortadamente.- ¿Ahora vas a explicarme a qué viene todo esto?
-¡Eso mismo me estaba preguntando yo!
Ambas giramos la cabeza hacia la puerta abierta. La encargada de las habitaciones estaba parada en medio del umbral, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos.
-¿Se puede saber a qué viene tanto alboroto?- Siguió.- ¡Se supone que deberíais estar durmiendo, maldita sea! ¿Qué hacéis que no lo estáis? No es que sea asunto mío, pero no creo que los estudiantes privilegiados tengáis el derecho de hacer lo que os venga en gana.
-Entendido, ya puede irse.- La corté volviendo a fijarme en Raisa.
-¡No quiero oíros más en lo que queda de noche!, ¿entendido?
La mujer salió del cuarto y cerró la puerta con un golpe seco. Raisa y yo continuamos mirándonos la una a la otra sin decir nada hasta que, al final, Raisa decidió que era momento para irse a dormir. Agarró una manta del armario y se cubrió con ella en la cama. Personalmente, hubiera preferido que se quitara la mugrienta ropa, pero eso solo habría dado pie a enzarzarnos en otra tonta discusión. Me di media vuelta y me metí dentro de la cama deseando, por una vez en mi vida, no soñar cosas extrañas. Pronto me di cuenta que, aquella noche, sería incapaz de conciliar el sueño.
-Raisa, ¿estás dormida?- La llamé. Ella gruñó débilmente.
-Estaba en el séptimo cielo.- Respondió, pero yo sabía que ella tampoco podía dormir. Ambas estábamos demasiado nerviosas.- ¿Qué quieres?- Accedió en un suspiro.
-No puedo dormir y me estaba preguntando si no te molestaría hablar un rato conmigo.- Pedí melosa.
-Anda, ven aquí.
Dicho y hecho. Me levanté y me tumbé junto a ella sobre la cama.
-¿Aún sigues enfadada?- Me susurró.
-No.- Respondí con tranquilidad.- Estaba preocupada, eso es todo.
-Tú siempre te preocupas por todos, ¿no es así?- Rió.
-Me lo enseñaron desde pequeña.- Admití.- Ahora que lo pienso, me dijiste que llevabas tres años aquí, que te habías ido de casa…
-Sí, y fue lo mejor que pude haber hecho.
-¿Y no echas de menos a tus padres?- Sus latidos se acrecentaron. Había tocado un punto doloroso.- No tienes que decírmelo, si no quieres.
-No hay mucho que contar: no conocí a mi padre y mi madre es una bruja que usurpó un puesto que no le pertenecía.
-¿Qué quieres decir?- Pregunté intrigada.
-Verás, ella era profesora hasta hacía unos años, pero la ascendieron cuando la persona que ocupaba el puesto murió. Al menos, eso es lo que dicen.
-¿Por eso fue que te marchaste de casa?
-No, me fui porque consideraba sus métodos bastante cuestionables. Cuando la ascendieron, promulgó un montón de normas, modificó el estilo de vida y demás. En definitiva, rehízo el… esto… colegio a su imagen. Ahora ya no es lo que una vez fue.
-Debió haber sido duro.
-Sí, bastante.- Respondió en un lastimero suspiro.- ¿Y qué hay de ti?
-La verdad, tampoco hay mucho que contar: no conocí a mis padres y he vivido toda mi vida en base a unas estrictas normas. Como ves, es sencillo de explicar.
-Pero te fuiste de allí, según creo.- Advirtió.
-Sí. Con un poco de suerte conseguí salir de allí con vida.
-Suena como si a cada minuto pensaras que vas a morir.
-No. Tanto como eso, no, pero mi vida ha sido lo bastante ardua como para mantenerme siempre alerta. No me puedo relajar ni un instante.
-Sí, te entiendo.- Parpadeé aturdida. ¿De verdad entendía lo que le estaba diciendo?- Las dos hemos tenido una vida dura. Quizá por eso es que nos llevamos tan bien.
-Sí, probablemente sea eso.- Reí.
-¿Y no echas nada de menos?- Me preguntó de pronto. ¿Echar de menos una vida de sufrimiento diario? Yo diría que no.
-No es que pueda, o no, echar de menos algo de allí. Es simplemente que nadie me ha ayudado, nadie se ha molestado en conocerme siquiera. Por alguna razón, todos me odian…
-Pero habrás tenido algún momento bueno.- Me cortó con suavidad.
-El mejor momento de mi vida fue cuando me escapé.- Sonreí, recordando la cara de rabia de la directora cuando no consiguió atravesar la barrera.- Mierda, eso me recuerda que sí hubo alguien que me ayudó, el primero en muchos años…
-¿Quién?- Preguntó Raisa mucho más que intrigada.
-El doctor.- Respondí orgullosa.
-¿El doctor?- Repitió Raisa confusa.
-Sí. Él fue quien me dio el colgante que me permitió escapar, así que supongo que, aunque no fuera su intención, es en parte el responsable de que yo pudiera huir.
-Visto de ese modo, tiene sentido pero, ¿cómo estás tan segura que no lo hizo a propósito?
-Te lo aseguro. Él es como todos. Ni en un millón de años permitirían que alguien como yo anduviese por ahí libre, haciendo dios sabe qué.- Suspiré muy hondo, tratando de tranquilizarme.
-¿Qué te parece si salimos a que nos dé un poco el aire? Creo que nos hará bien a las dos.
La propuesta no me pilló tan de sorpresa, como cabría haber esperado, sino que, de algún modo, sentía que Raisa y yo conectábamos hasta ese punto. Salimos a hurtadillas de la habitación, como lo habíamos hecho la vez anterior y nos encaminamos con aplomo hacia la salida.
El viento de la madrugada golpeó nuestros cabellos. Aspiramos hondo al tiempo que tomábamos el camino hacia la civilización. A esas horas, apenas había gente deambulando por las calles, de modo que, prácticamente, teníamos a nuestra disposición de toda una ciudad para disfrutarla. Tampoco había mucho que hacer, ya que casi la totalidad de los establecimientos estaban cerrados, pero el solo hecho de estar bajo la noche, respirando el aire más puro imaginable, era más que suficiente para nosotras. Continuamos la marcha, compartiendo el más absoluto silencio, hasta que llegamos a un parque. Raisa se detuvo.
-¿Qué pasa?- Pregunté parándome a su lado y oteando cada rincón.
-Nos están siguiendo.- Susurró moviendo la cabeza de un lado a otro.
-¿Qué?- Pregunté.
La sangre me empezó a hervir de impaciencia, intentando averiguar qué o quién nos seguía los pasos. No había nadie, pero una extraña sacudida se había colado en mi interior. Mi cabeza daba mil vueltas. No podía creer que fuera posible, pero la sensación no desaparecía. Solo una vez me había sentido así y fue cuando… ¡Oh, mierda, no podía ser! Dos figuras salieron de entre las sombras. No se acercaron, pero fue lo suficientemente claro para mí.
-¡Me han encontrado!- Gritamos Raisa y yo al unísono.
-¿Te persiguen?- Exclamamos las dos al tiempo, mirándonos fijamente.
Raisa desvió al punto la mirada. No era muy prudente estar distraída en una situación donde tu vida pendía de un hilo.
-Perdóname por meterte en esto.- Musitó.
Me mordí la lengua. Nuestros atacantes se acercaron un poco más, inspeccionándonos, vigilando nuestros movimientos. Eran dos, pero el más alto de ellos parecía ser el líder. ¿Líder? No, mierda. ¡Eran rastreadores! Los reconocería a cualquier hora y en cualquier lugar. Entonces… ¡No estaban persiguiendo a Raisa! ¡Me buscaban a mí! Sabía que sería inútil luchar contra ellos, de modo que agarré con fuerza su brazo. No podía permitir que le hicieran daño.
-¡Corre!- Grité.

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