viernes, 27 de diciembre de 2013

TE ODIO CUANDO ME DICES "TE AMO"

Capítulo 1

El ascensor que me llevaba de nuevo a mi apartamento, se paró. Sus puertas se
empezaron a abrir con una lentitud abrumadora y, mientras aguardaba a que el espacio
entre ellas fuera suficiente, aproveché para encender el móvil. No tardé en recibir el
primer mensaje. Guardé de nuevo el móvil en el bolso y salí del ascensor. El sensor se
activó y las luces del pasillo se encendieron, cegándome durante unos instantes. Suspiré
y rebusqué en el bolso las llaves. Nada más abrir la puerta, Milo, mi gato, salió a mi
encuentro. Me agaché para acariciarle y cerré la puerta. El apartamento estaba en
penumbra, pero con la suficiente claridad como para permitirme llegar al dormitorio.
Solté el bolso y la chaqueta encima de la cama, y me puse la bata y las zapatillas. Milo
enroscó la cola entre mis piernas. Sonreí apenas y caminé pesadamente hacia la cocina.
No había pasado por casa en todo el día, de modo que el pobre animal estaba muerto de
hambre. Abrí el frigorífico y saqué una latilla de esas que venden en los supermercados.
No era su comida predilecta pero, como digo, ni tan siquiera había tenido tiempo de
hacer la compra. Milo se tumbó frente a su plato, ronroneando, saboreando la tardía
comida. Yo, por mi parte, me dirigí al salón y me tiré sobre el sofá. Había sido un día
agotador.
El proyecto que tenía entre manos me robaba todas mis fuerzas. No era solo por
el hecho de estar negociando la compra de un artículo de mi tienda de antigüedades, un
espejo victoriano valorado en más de lo que yo cobraba en un mes, sino porque los
preparativos para la presentación del libro que tendría lugar en unos días en el bibliocafé
donde trabajaba por las tardes, habían resultado ser tediosos, hasta el punto de la
locura. Acondicionar la sala de reuniones para el evento, preparar los expositores,
contratar más personal para controlar las ventas, cuadrar la fecha y los horarios de la
presentación oficial, la tertulia y la firma de ejemplares, contactar por e-mail con el
autor para ir informándole de todo… todo esto y mucho más crisparía los nervios de
cualquiera. Por suerte, ya estaba acostumbrada a trabajar bajo presión. Suspiré hondo y
me levanté pesadamente del sofá, recordando que aún no había comprobado los
mensajes del móvil. Con un poco de suerte, sería de alguna promoción de la compañía
de teléfonos, con lo que tendría lo que quedaba de tarde para mí sola. Me equivoqué. El
mensaje era de Suzanne una compañera del trabajo con la que me llevaba bastante bien,
he de decir, lo que echaba por tierra todos mis planes de pasar una velada tranquila.
T esprmos dnd siempr ☺ Tams tos y Raúl dce q quie vrt ☺ N trds
El texto era bastante corto, pero con la suficiente entonación como para no
permitirme declinar la invitación. Maldije por lo bajinis y comencé a cambiarme. Como
Suzanne me viera con la misma ropa que había llevado al trabajo se iba a liar gorda.
Ella era de las personas que no se ponían lo mismo dos veces seguidas, por no decir que
tenía un sentido de la moda bastante peculiar, tanto era así, que un día, en la reunión que
hicimos para desear buena suerte a una compañera que se trasladaba, nos vino vestida
con una minifalda, las medias y los zapatos de colores y bueno, su pelo, digamos que
parecía que se había peleado con el secador.
Terminé de vestirme justo cuando mi teléfono sonó de nuevo. Ésta vez era Raúl
y bueno, qué decir del mensaje, ese chico se lo tenía un poco creído. Guardé el móvil y
las llaves en el bolso y salí de casa. El lugar donde nos reuníamos habitualmente no
estaba lejos, a tan solo una manzana, de modo que opté por llegar a pie. Quién sabía lo
que estarían planeando hacer conmigo. Me reí para mis adentros, recordando cómo me
habían intentado liar con el camarero la última vez que estuvimos. Por suerte, no lo
intentarían de nuevo, aunque por si acaso, siempre llevaba mi preciado spray de
pimienta. Llegué al local justo cuando estaban pidiendo la que supuse sería la segunda o
tercera ronda. Y pude darme perfecta cuenta de que celebraban algo. Sorteé varias
mesas y me acerqué a la barra para unirme a ellos.
–¿Qué se celebra? –chillé. Raúl y Suzanne se giraron al tiempo. Apestaban a
alcohol. Nunca, en todo el tiempo que los conocía, los había visto así de borrachos. Me
sonrieron ampliamente.
–¡Eh, chicos! –gritó Raúl. El resto de mis compañeros de trabajo se volvieron a
mirar. Estaban igual de borrachos que mis dos mejores amigos–. ¡Pedidle una copa a
esta artista! –añadió volviendo su atención hacia mí. Tanto secretismo me estaba
poniendo verdaderamente nerviosa.
–¿Puedo saber a qué se debe todo esto? –insistí molesta.
–¿No te lo dije? –Suzanne colocó sus manos sobre mis hombros–. Hoy
celebramos que eres una jodida artista –soltó y, sin más, agarró su copa y se la bebió de
un trago.
–Pues sigo sin entenderlo, así que si alguien es tan amable de explicármelo…
–Lo que pasa es que “Atrapado en tu Recuerdo” ha llegado al primer puesto en
las pre-ventas –esclareció Raúl tendiéndome un vaso–. Y todo gracias a ti. ¡Vitoreemos
a la artista! –chilló levantando la copa. Todos hicieron lo propio, gritando y silbando de
júbilo. Tomé mi copa y me la bebí de un trago por la impresión.
–¿Y se puede saber cuándo pensabais contarme algo tan importante? –les
recriminé.
–Era una sorpresa –se escudó Suzanne. Su expresión parecía la de un niño al que
le habían quitado una piruleta. Suspiré.
–Vale, pero tenía derecho a saberlo. He sido yo la que se ha roto el culo para que
saliera adelante, ¿sabes?
–Y lo has hecho estupendamente, de modo que, ¡vamos a celebrarlo! –chilló
zarandeándome.
No tenía caso discutir con ella. Siempre hacía lo mismo de todos modos. Tomé
la copa que gentilmente me ofrecieron mis compañeros y brindé con ellos por nuestra
victoria. Al cabo de siete copas más y unos cuantos chistes malos, estaba que ya no me
tenía en pie. Me terminé la copa que tenía entre las manos y me interné entre la multitud
que se había formado a nuestro alrededor en dirección al servicio. La cola era
interminable. Miré mi reloj de pulsera y por poco no me meé encima del susto. Las dos
de la madrugada. Nuestra pequeña reunión se había extendido demasiado, pero cómo les
iba a dar largas e irme a casa a dormir. Mierda, sabían perfectamente que tenía que
levantarme temprano. Me aparté para dejar salir a una chica que salía del baño en ese
momento y entré en su lugar. No sabía de qué manera, pero tenía que encontrar la forma
de dar por terminada la celebración. El negocio que tenía entre manos era demasiado
importante como para echarlo por tierra solo por falta de sueño.
–¡Oye, ten cuidado! –grité.
El tipo que se había chocado conmigo al salir del servicio, me miró muy
fijamente, altivo y prepotente, como si pensara que yo había tenido la culpa de nuestro
encontronazo. No le veía con claridad, pero era muy apuesto. Sus ojos me recorrían de
arriba abajo, cual si estuviera eligiendo una pieza de carnada. Cuando me cansé de que
me sobara con la mirada, rehíce el camino hacia donde me esperaban mis compañeros.
Pero no di ni tan siquiera dos pasos, cuando su voz grave me sobresaltó.
–Yo a ti te conozco –dijo sin más.
–¿Cómo dices? –pregunté extrañada girándome para tenerle de frente.
–Nos hemos visto antes, ¿cierto? –insistió. Suspiré, ya me extrañaba a mí que no
me cruzara con algún tipo de este calibre.
–Oye, si lo que intentas es ligarme, vete olvidándote –le advertí.
–¿Ligarte? No era esa mi intención, pero de verdad que tú y yo ya nos hemos
visto antes –siguió en su empeño.
–Pues lo siento, pero me parece que te equivocas –le corté en seco–. Ahora si me
disculpas, me están esperando.
Y tras decirlo, me interné de nuevo entre la multitud. Pero no fui la única. Aquel
tipo me estaba persiguiendo. Su perseverancia no tenía límites. A pesar de haberle
rechazado, el tipo no se daba por vencido. Cuando llegué a la barra me paré en seco y
me giré. Su difuso rostro fue lo primero que captaron mis ojos.
–Oye, tío, te he dicho que no quiero nada contigo, así que deja ya de
perseguirme –grité tan alto, que mis compañeros de trabajo se volvieron para ver lo que
pasaba.
–¿Pasa algo? –intervino Raúl interponiéndose entre el tipo y yo–. ¿Este tipo te
está molestando?
–Estoy bien, tranquilo –me aparté de Raúl y encaré de nuevo al tipo–. Él ya se
iba, ¿no es cierto?
El tipo estudió mi expresión durante unos segundos más, antes de desaparecer
con la cabeza gacha entre la multitud. Una sensación de alivio me invadió. Volví la
atención hacia mis compañeros, que habían decidido empezar el juego de “a ver quién
bebe más”. Me acerqué a ellos cuando Suzanne terminó su ronda.
–Yo me retiro ya –les dije a voz en grito. Todos se me quedaron mirando con los
ojos como platos, sin poder creérselo, pero primero, tenía que levantarme en cuatro
horas escasas, y segundo, mi nivel de alcohol en sangre haría saltar el detector con
creces–. No me miréis así, ya os avisé que tenía que levantarme temprano –les recordé–.
Hubiera sido de otro modo si alguien –miré a Suzanne de reojo– me hubiera avisado
con tiempo.
Todos se despidieron de mí a regañadientes. Me daba un poco de palo dejarles
colgados, pero lo primero era lo primero. Salir de aquel local fue todo un suplicio, la
gente, tan apiñada como estaba, no dejaba ni un hueco para poder pasar. Al final, a base
de empujones y pisotones, conseguí llegar a la puerta de una pieza, que no en plenas
condiciones. Entre el calor del local y la cantidad de alcohol que llevaba a cuestas, no
sabía ni cómo llegaría a casa. El mareo y la visión borrosa eran unos de los efectos por
los cuales me arrepentiría al día siguiente. El frío aire de la madrugada me golpeó con
fuerza. Inhalé profusamente y empecé a caminar.
–¡Te estaba esperando! –gritó alguien a mi espalda. Me giré con tanta
brusquedad, que todo a mi alrededor empezó a dar vueltas.
–¿Otra vez tú? –grité exasperada–. ¿Qué he de hacer para que me dejes en paz?
Pero no esperé respuesta, sino que proseguí mi camino calle abajo. Aquel tipo
me seguía, a cierta distancia, pero me seguía. Jamás había conocido a alguien tan
insistente como él y no sería tan malo si no cantara a alcohol que echaba para atrás. Yo
ya tenía bastante con lo mío, como para añadirle un borracho más al caldero. Al girar la
calle me detuve, cansada de que me siguiera. El tipo no tardó en aparecer y debo decir
que le di un buen susto cuando me vio plantada en mitad de la calle con los brazos
cruzados, esperándole.
–Oye, ¿tienes algún problema conmigo? ¿Es que eres duro de mollera, o qué?
Ya te he dicho que no me interesas y como no te largues ahora mismo voy a llamar a la
policía.
–Lo siento si te he incomodado –se disculpó–, no era esa mi intención. Es solo
que te pareces un montón a una persona que conocí –añadió sin más, como si me
importara.
–¿Ah, sí? ¿Y con ella eras tan plasta? –escupí.
–Lo siento, como disculpa, déjame acompañarte al menos –suspiré–. No es
recomendable que una chica camine sola a estas horas.
–No, gracias –solté.
Me di la vuelta y empecé a caminar. Con suerte, él seguiría su propio camino.
Pero me equivoqué. A pesar de todo, él continuaba en su empeño, y me estaba
empezando a cabrear de verdad. Aminoré el paso para que él me diera alcance.
Entretanto, introduje la mano en el bolso.
–Oye…
No le dejé hablar. Me giré con rapidez y le ataqué con mi spray de pimienta. El
tipo cayó al suelo al instante, restregándose los ojos con insistencia.
–Maldita sea –farfulló.
Me di por satisfecha y seguí mi camino. Apenas tendría tres horas para dormir,
pero tenía intención de aprovecharlas al máximo. Ni la resaca, ni la falta de sueño, me
impedirían cerrar ese negocio. Apreté el paso hasta que casi me dolieron los músculos
de las piernas, hasta que un retortijón en el estómago me impidió seguir. Las arcadas,
seguidas por un intenso mareo, eran insoportables. Me encaramé a una farola cercana y
aspiré hondo. Si hubiera tenido un espejo a mano, de seguro mi cara se vería verde.
–Oye, ¿te encuentras bien? –¡Demonios!, otra vez él, ¿porqué tenía que aparecer
justo ahora?
–¿A ti te parece que estoy bien? –respondí reprimiendo las constantes arcadas.
Un nuevo mareo me sobrevino, y mis manos se soltaron de la farola. Mis piernas
flaquearon, pero sus fuertes brazos me sostuvieron antes de que me cayera.
–Lo siento, no me encuentro muy bien –mascullé.
Agarré sus brazos con insistencia y, no pudiendo aguantarlo por más tiempo, le
vomité encima. El tipo ni se inmutó.
–Bueno, creo que ya has hecho la noche –se mofó–. Dime dónde vives, te
acompañaré a casa –se ofreció galantemente.
Tuve que pensármelo dos veces antes de responder, pero al final le indiqué el
camino. En lo que duró el trayecto, ninguno dijo nada, hasta que perdí nuevamente el
equilibrio y, esta vez, sí caí al suelo.
–¿Te has hecho daño? –me susurró el tipo cogiéndome en brazos.
–Oye, bájame –me quejé.
–Ni hablar.
Total, que por si fuera poca la vergüenza que sentía por haber vomitado a
alguien encima, cosa que no me había ocurrido nunca, ahora también tenía que cargar
con la vergüenza de ser cargada en brazos por un extraño. No me podía creer que esto
me estuviera pasando precisamente a mí.
Llegamos frente a mi apartamento en unos minutos más que me parecieron
eternos. El tipo, en lugar de dejarme en el suelo, me arrebató las llaves del bolso y abrió
la puerta. Mi gato salió disparado a esconderse debajo de la mesa en tanto que nos vio
aparecer, al menos creo que era mi gato, porque lo único que mis ojos captaron fue una
bola de pelo moviéndose como una bala. El tipo cerró la puerta de golpe y me llevó al
dormitorio. Por suerte, él había procurado que el vómito de su camiseta y pantalones me
tocaran lo menos posible, de modo que prácticamente estaba intacta, libre de pecado.
Me dejó sobre la cama y me tapó con la manta que había retirado la noche anterior y
que aún no había guardado. Luego, cual si fuera una niña, me dio un beso en la frente y
cerró la puerta a su paso.
Lo último que recuerdo antes de quedarme profundamente dormida, es el sonido
del agua de la ducha al caer.

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