martes, 3 de mayo de 2011

ATRAPADA

Prefacio

La noche que decidí escapar, era la más fría y tormentosa de todas las que me había visto obligada a pasar en aquel horrible lugar. Todos se habían enfadado conmigo, y con razón. No había hecho más que causar problemas desde mi llegada pero, en aquella ocasión, había sido la gota que colmaba el vaso: había herido de gravedad a un compañero. No es que no se lo mereciera, ni nada de eso, porque realmente él se lo había buscado, pero como todo el mundo sabía, en la academia estaban prohibidos los duelos y, claro, como no, nos pillaron o, mejor dicho, me pillaron con las manos manchadas de sangre.
El pánico se apoderó de mí por primera vez y eché a correr hacia la verja principal que rodeaba la academia, destruyendo todo a mi paso. Media docena de fornidos guardias me salieron al paso, en tanto que trataba de escabullirme, sin pensar que la huida habría sido inútil, gracias a la barrera protectora que rodeaba todo el recinto. Pero yo no había pensado en eso. Lo único que quería era salir de allí cuanto antes, sin preocuparme de si salía ilesa, o no.
Dos de los guardias me agarraron con excesiva fuerza y me estamparon contra la hierba para reducirme. Me llevaron de inmediato al despacho de la directora, donde tuve una larga y aburrida charla sobre mi comportamiento. Tras ese efímero retazo de realidad, decidió que, puesto que ya era mayorcita para afrontar las consecuencias de mis actos, estaría recluida en mi dormitorio, a la espera de determinar qué hacer conmigo, si expulsarme definitivamente, cosa que no le resultaría demasiado difícil, por no decir que había estado esperando el momento oportuno para hacerlo, o mantenerme allí, en la academia, bajo unas estrictas condiciones.
Ninguna de las dos opciones me era grata. Por una parte, si me expulsaban sería por fin libre, pero jamás podría liberarme de mí misma y, al final, decidirían reintegrarme en la academia y, por otra parte, si decidían mantenerme en la academia, estaría más presa que antes, siendo vigilada a cada paso, sin poder hacer ningún movimiento libremente, sin que se enteraran.
Conociendo a la directora, como la conocía demasiado bien, la segunda opción le parecería la más razonable, por no decir que así mataba dos pájaros de un tiro: me tendría vigilada y evitaría que me expusiera ante aquellos que no eran como nosotros. Cualquiera que fuese su decisión, yo no estaba dispuesta a quedarme a averiguarla.
Tras secarme y cambiarme de ropa, decidí que tendría que pasar por la enfermería para recoger algunas cosas. Si iba a estar bastante tiempo fuera, como era mi intención, necesitaba algún salvoconducto que me impidiera hacerle daño a alguien involuntariamente y, si ya de paso encontraba el amuleto con que pudiera hacerle un agujero a la dichosa barrera para traspasarla sin dificultad, no tendría que cargarme a nadie por el camino, ni extralimitarme en el intento. Necesitaba de toda la fuerza que pudiera reunir.
La enfermería estaba vacía cuando entré. Bueno, no. El chico al que le había dado la paliza estaba tumbado en una de las camas, cubierto de vendas de los pies a la cabeza. Estaba dormido, sedado, tal vez, por lo que no tuve que preocuparme en demasía de su presencia. El que me preocupaba ahora era el doctor. Era raro que no estuviera allí, vigilándolo. Bueno, qué más daba.
Me deshice de mis absurdos pensamientos y me encaramé a la vitrina donde se guardaban los reconstituyentes. Una ampolla de ese pringoso líquido bastaba para estar bien durante al menos dos días, pero dada mi condición y la experiencia que había acumulado durante años, debería llevarme el doble, o el triple. Suspiré. En la vitrina solo había existencias para dos meses, más o menos. Agarré la caja con ambas manos y me paré a pensar en qué hacer cuando se me acabara el suministro. Una opción sería encontrar al proveedor, pero el secreto estaba tan bien guardado, que me sería imposible dar con él; y la otra sería proveerme al modo tradicional, algo que resultaría demasiado arriesgado si quería pasar desapercibida. Acallé las vocecitas en mi cabeza, que me reprendían por pensar en semejantes cosas en una situación tan crucial como en la que me encontraba, y me giré para irme.
-Sabía que vendrías,- El doctor sonreía, mientras me observaba reprobatoriamente y dejaba sobre su escritorio algunos documentos.- aunque no esperaba que fueras a venir en calidad de ladrona.- Añadió observando la caja que tenía entre las manos.
-Bueno, qué quieres que te diga.- Respondí con sarcasmo.- Ya me han tachado de todo, así que un calificativo más o menos, no hace la diferencia.
-Si devuelves eso a su lugar,- Dijo señalando la caja de las ampollas con la cabeza.- olvidaré que te he visto esta noche.
-Lo siento, pero las necesito.- Respondí, viendo cómo él sacaba algo del cajón del escritorio y me lo arrojaba con fuerza: una cajita de cartón.- ¿Me dejarás salir de aquí por las buenas?- Insistí mirándole fijamente.
-Varios guardias andan buscándote, de modo que no veo la diferencia.- Se acercó hasta la cama para comprobar las constantes del chico.- No tiene sentido que te retenga, sabiendo que no tardarás en estar de nuevo encerrada en tu dormitorio.
No había sonado como una amenaza, sino más bien como una forma de alentarme. ¿Acaso él sabía lo que me proponía? De cualquier forma, pasé a su lado y salí de la enfermería sin problemas.
La torrencial lluvia seguía cayendo sin descanso, mientras obligaba a los músculos de mis piernas a trabajar más aprisa. Dos guardias me seguían el paso a la carrera. Si esto hubiera sido una práctica de clase, me habría ganado un merecido suspenso, por no darme cuenta a tiempo de mis perseguidores, por no haber asegurado bien la zona antes de emprender la huida. Pero ya era demasiado tarde para pensar en ello. El caso es que, además de tener que lidiar con la barrera de protección, tendría que solventar dos problemas añadidos. Pensando en ello, recordé la cajita que me había dado el doctor. No esperaba encontrar algo que me fuese a ser de utilidad en el lío en el que estaba metida, por descontado, pero cuando la abrí, encontré algo que ni se me hubiera pasado por la cabeza. No me lo pensé dos veces. No tenía tiempo que perder, de modo que sujeté la cadena con fuerza y corrí a una velocidad de vértigo hacia la verja. La piedra lazulita que colgaba de la cadena, empezó a brillar débilmente, al tiempo que ráfagas de electricidad invadían todo mi cuerpo. Cuando me quise dar cuenta, estaba tirada en medio de la acera, con las ropas rasgadas y pequeñas quemaduras sobre la piel. ¿Había logrado salir? ¿Ya era libre?
Giré mi cabeza para ver el edificio de la academia. Los guardias que me habían estado persiguiendo estaban tendidos sobre la hierba, inconscientes, y una decena de personas más, me observaban a distancia, sin poder acercarse, entre ellos, la directora. Le dediqué una sonrisa, antes de salir corriendo hacia mi bien merecida libertad.